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domingo, 28 de febrero de 2016

¿QUIERES IR CONMIGO A LA HABANA?

Estampa I: LA HABANA DE NIÑO

LA GRAN CAPITAL Y SU TRAJÍN
   Debo haber tenido ocho o nueve años. Vivíamos en Esperanza. Mi padre, transportista, tenía que viajar por asuntos de trabajo y me preguntó:
   -- ¿Quieres ir conmigo a La Habana?

   Nos alojamos en un hotel cercano al Parque de la Fraternidad. La parte nada confiable de mi memoria me dice que radicaba en la calle Industria, recuerdo unas aceras enormes con árboles. Tenía un ascensor de hierro que manejaba un señor y, ¡oh, maravilla del progreso!, me llevaba arriba y abajo sin tener que usar las escaleras. Del hotel pafuera dabas un paso y te encontrabas inmerso en la gran urbe que ya en la decada de 1940 era una de las joyas de América.


   Aquella primera vez que me asomé a la gran capital de la república y a su trajín resultó una experiencia fascinante para el niño nacido y criado en un pueblo de campo que era yo. Fueron unos días maravillosos, que viví como montado en una alucinación, absolutamente deslumbrado, feliz. No me alcanzaban los ojos para ver de sopetón tantos edificios, tanto tráfico de transeúntes, máquinas y guaguas, tantos anuncios lumínicos bonitos, tantas cosas nuevas...


La calle San Lázaro en los años 40-50.
Arriba: esquina con Infanta, al fondo la Universidad
Debajo: esquina con Belascoaín, con los enormes y vistosos anuncios lumínicos.

   Imagínense el impacto que me causó toparme con el Capitolio, el Paseo del Prado, el Malecón, el Centro Gallego y el Asturiano, El Palacio Presidencial, El Morro con su faro, la bahía con los grandes barcos que entraban, salían o simplemente descansaban, el Parque Central con la estatua de Martí apuntando con su dedo índice, los tranvías que eran trenes eléctricos que se movían entre la gente, el Vedado con aquellas mansiones y jardines, la gigantesca escalinata repleta de palomas de la Universidad, el ruido ensordecedor del cañonazo de las nueve… 
   ¡La Habana, caballeros, La Habana!

   -- Mira, Papi, ahí está la CMQ –le avisé cuando pasamos por Monte y Prado. Desde allí salían los episodios de “Los tres Villalobos” y “Tamakún, el vengador errante” que yo escuchaba cada día en el radiecito de mi vecina Dora.

   Que me perdonen mis coterráneos esperanceños: Esperanza era Esperanza pero La Habana era La Habana y había que joderse con ella.


El ajetreo de las calles. años 40-50

"Cuba, qué lindos son tus paisajes"
Tema cantado por Celia Cruz y Willy Chirino
Autor: ¿?
Es muy bonito Niquero, Pinar del Río, Las Villas,
El Salto de Hanabanilla y la Cruz de Miradero,
Cárdenas y Varadero y la Playa del Ancón,
Palma Soriano, Morón, San Luis y La Mejorana,
pero La Habana, mi hermana, no admite comparación.
Que bonito es El Caney, Guantánamo y Caimanera,
Cienfuegos, El Cristo, Yateras y el pueblo de Babiney.
Qué bonito es Camagüey, Cidra, Caimito y Rincón,
muy lindo es Consolación, Artemisa y Guanajay,
pero mi Habana, compay, no admite comparación.


EL SEMÁFORO DE MONTE
   Caminábamos por la transitada Calzada de Monte, nunca se me olvidará. Los peatones debíamos esperar el momento en que el policía de la esquina que manejaba el semáforo le pusiera la luz roja a los automóviles. Mi padre me agarró con fuerza la mano.

   Cuando vimos que el foco cambiaba de color, nos lanzamos a cruzar rumbo a la acera de enfrente. Pero a mitad de calle, la luz debe haber vuelto a cambiar porque los vehículos echaron a andar y tuvimos que correr dando grandes saltos para evitar que nos atropellaran.
   De alguna parte, salió un fuerte grito que aún resuena en mis recuerdos:
   -- ¡¡¡¡ Guaaaaajiroooooo !!!!



Estampa II: LA HABANA DE ADOLESCENTE

JOSEFINA, MI ABUELA GALLEGA
   La familia cubana formada en Esperanza por los emigrantes españoles Marcelino Gutiérrez y Josefina Muñiz me resultaba entrañable. Tanto que yo me consideraba parte de ella. Vivían justo al lado de mis abuelos maternos y yo me pasaba más tiempo en su casa que en la de los Ginori.
   Quise mucho a Josefina, una mujer luchadora y vivaracha, todo bondad y alegría, a quien consideré como mi abuela gallega. Aunque en realidad no era mi abuela ni tampoco gallega ya que había nacido en Asturias. Sus hijas Fifo, Alicia, Elena y Cuca fueron mis otras "tías". Macho, el hijo mayor, estudió medicina y con el tiempo llegó a ser ministro de salud pública y un científico respetado internacionalmente. Pocholo, el otro varón, se fue para La Habana donde consiguió un trabajo de dependiente en los Almacenes Viti.

   Habían pasado varios años, estábamos a principios de los cincuenta y yo había estado otras veces en la capital acompañando a mi viejo en sus viajes cortos por trabajo. En cuanto me enteraba de que él planeaba ir, yo le daba la tabarra y casi siempre conseguía que me llevara.
   Al llegar, contactábamos con Pocholo Gutiérrez y por las noches salíamos a dar una vuelta con él. Un día, sentados en las gradas del Stadium del Cerro, me atreví a confesarle por lo bajini a nuestro amigo que existía un lugar en la ciudad que me gustaría conocer.



BURLESCOS, DE RELAJO

   No sé cómo él se las arregló para convencer a mi padre pero lo logró. Y al día siguiente nos fuimos al barrio chino para asistir a la función de las 9 p.m. del Shanghai, un teatro para hombres solos en que presentaban comedias y variedades al estilo del bufo tradicional cubano pero con libretos de contenido entre picante y pornográfico, repletos de malas palabras que provocaban grandes risas.
   Una de los momentos cumbres, esperados por todos, eran los llamados “cuadros plásticos”, especie de estampas en los que aparecían unas cuantas señoras de buen ver mostrando sus tetas pero casi no daba tiempo a apreciarlas porque tras sólo unos segundos en que la vista se te iba de una a otra, todas las luces se apagaban causando un oscuro total.
   En un momento dado del show, el teatro se convirtió en cine, bajaron una pantallita y sobre ella proyectaron varios cortos silentes, de 16 mms, abiertamente pornos.
   Los espectáculos del Shanghai eran "burlescos” según los enterados. “De relajo” les llamaba la gente.
   Hoy en día, después de lo que hemos visto y oído, lo que presentaba el Shanghai parece ingenuo e inofensivo pero entonces era el colmo de la desvergüenza y la grosería. Todavía me pregunto por qué me permitieron entrar ya que estaba prohibido para menores y yo debía andar por los quince.

   Supongo que pude acceder porque iba acompañado de un señor con pinta de gente seria que cuando el taquillero le preguntó, respondió que era mi padre y en estos casos la empresa se hacía de la vista gorda.

   Mi amiga, la excelente actriz y cantante Yolanda Farr, ha escrito en los últimos años algunas de las mejores crónicas que he leído sobre Cuba. En su blog le ha dedicado dos piezas a la legendaria sala de la calle Zanja que les recomiendo no perderse. Las pueden hallar pulsando estos enlaces:

El blog de Yolanda Farr > El Shanghai, un teatro muy especial (Parte 1)

El Blog de Yolanda Farr > El Shanghai, un teatro muy especial (Parte 2)

   Un ejemplo de por dónde iban los tiros en el Shanghai es este fragmento de la adaptación jodedora de los versos del “Don Juan Tenorio” que allí se puso en escena y que Yolanda ha rescatado en su blog:

 DOÑA INÉS:
Don Juan, soy doncella,
la puntica nada más.
DON JUAN (con acento gallego):
Nada, nada, toda ella
y los cojones detrás.

EL TELEVISOR ADMIRAL
   Lo que contaré ahora debe haber ocurrido en 1955, más o menos. Yo estudiaba bachillerato y mi noviazgo con mi primer gran amor, la televisión, marchaba viento en popa. Mis citas diarias con ella se producían en el gran salón del Casino Español de Esperanza, sociedad donde yo acostumbraba leer la prensa del día.
   En mi casa no teníamos televisor. En casa de mis abuelos tampoco. En general, los aparatos que funcionaban en los hogares esperanceños pertenecían a familias que se podían permitir gastarse 400 o más pesos en lo que se consideraba un lujo.
   Un día, vi en un periódico un anuncio de una tienda habanera llamada Televisión y Aire Acondicionado, S.A. situada en la calle Infanta cerca de la esquina con 23. Decía, más o menos:


  Un televisor de una marca tan reconocida como aquella por sólo 200 pesos era una tremenda ganga. Lo nunca visto. Salí corriendo a buscar a mi padre para darle el notición. Con tan buena suerte que al viejo le había salido bien un negocito reciente y tenía una platica. El embullo que cogimos ambos fue tan grande y evidente que mi madre, guardiana severa de los ahorros familiares, no tuvo más remedio que aceptar la inversión.
   Había que moverse rápido porque la oferta “hasta fin de existencias” se podía terminar en cualquier momento.

   El viejo era agente comisionista de transportes y en mi casa cada día paraban varios camiones a dejar o a recoger mercancía. Aquella misma noche, mi papá y yo nos montamos en uno de ellos rumbo a La Habana y por la mañana compramos el aparato. Por la tarde regresamos al pueblo en otro camión en cuya parte trasera viajaba la caja con nuestro ansiado y flamante televisor y sus accesorios de instalación.

   Al día siguiente, mi padre
, siguiendo las instrucciones del manual, armó la antena y la colocó en lo alto de nuestro techo de tejas, desplegó el cable y entre los dos lo tendimos hasta nuestra sala. En el colmo de la ansiedad, yo me moría de ganas de que entrara al fin en casa la tele, mi querida novia.
   Momentos después la pantalla se encendió pero lo único que mostraba era una lluvia de miles de punticos luminosos.
   -- Dime, ¿ya lo conectaste? –preguntó él en alta voz desde el tejado.
   -- Sí, pero no se ve nada –le respondí a gritos.
   -- Espérate, que le voy a dar la vuelta a la antena para que encuentre la señal.
   -- Dale.
   -- Y ahora, ¿se ve?
   -- No.
   -- ¿Y ahora?

   Minutos más tarde, para que le tirara un vistazo a la operación, partimos en busca de un amigo que suponíamos conocedor del asunto porque sabía reparar radios. El hombre vino, destornilló la tapa posterior y estuvo husmeando en el tubo de pantalla, los bombillos y las conexiones. Después se subió al tejado, colocó la dichosa antena de cuanta manera se le ocurrió pero la situación se mantuvo igual. Se bajó y emitió sentencia de experto:
   -- Este televisor esta defectuoso.
   -- Ya me parecía a mí que había truco detrás de esa oferta
–dijo mi madre-. ¿Cómo van a vender televisores Admiral a 200 pesos?

   Aquella misma noche, con la mosca detrás de la oreja, cogimos ambos otro camión destino Habana con el propósito de devolver el aparato y recuperar nuestro dinero. Cuando en la mañana nos plantamos en la tienda de Infanta, íbamos dispuestos a discutir y hasta pelearnos con el vendedor pero no hizo falta.

   El hombre nos recibió con aquella amabilidad que practicaban los dependientes de antes, nos pidió disculpas, recogió el televisor que le llevamos y nos propuso una opción que no habíamos pensado:
   -- Llévense cualquiera de los que tenemos aquí en exhibición.
   -- ¿Uno de éstos?
   -- Bueno, como pueden ver todos están funcionando correctamente.
   -- ¿Y si anda bien aquí pero en la casa no?
   -- Hombre, tendríamos que ponernos muy fatales para eso. Pero, no se preocupen, si ocurriera algo así, lo traen y le devolveremos lo que han pagado.


   Esta vez no hubo contratiempos. El segundo Admiral llegó para quedarse y en nuestra sala funcionó sin problemas durante mucho tiempo. Allí lo dejé el día en que me fui definitivamente para La Habana.


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